Al mismo tiempo que nacía nuestra especie en el Paleolítico más lejano, nacía también un culto religioso hacia una entidad de carácter femenino relacionable, en los orígenes, con la Madre Naturaleza y la Madre Tierra.
El culto hacia esta gran Diosa, que se extendió por todo el planeta al mismo tiempo que el hombre moderno lo colonizaba, estaba muy relacionado con creencias relacionadas con la magia y se centraba primitivamente en los parámetros mas básicos de la existencia humana del momento, es decir la fertilidad, que dada en los animales de caza aseguraba éxito en las cacerías y por tanto la subsistencia, y dada en la propia tribu familiar aseguraba la perpetuación de la especie.
Estos parámetros se iban ampliando al mismo tiempo que el hombre evolucionaba y creaba nuevas expectativas de desarrollo, ampliando el culto hacia nuevas atribuciones relacionadas con la agricultura, los animales mas admirados, los árboles, las rocas y formaciones geológicas importantes, los fenómenos meteorológicos y sobretodo los astros y su estudio.
Con el tiempo, el culto fue evolucionando hacia formas más sofisticadas, donde intervendrían factores espirituales sobre animales, objetos y sobretodo sobre los propios seres humanos. Estos factores llegarían a ser de una sofisticación casi impensables por las sociedades modernas de la actualidad, hasta el punto de desarrollar fórmulas mágico religiosas relacionadas con la separación del alma espiritual del cuerpo propiamente físico. De esta manera las civilizaciones mas importantes de la antigüedad desarrollaron formulas y sistemas propios, la mayoría de veces de manera mística y secreta, para conseguir su finalidad: la resolución de los problemas físicos en la vida y la salvación del alma para la resurrección después de la muerte.
Nuevos corrientes religiosos como el Cristianismo aprovecharon estas creencias para consolidarse adaptando estos antiguos cultos y situando el culto a la Gran Diosa arriba del todo de los altares en forma de las insustituibles Virgen Maria o Santa ANNA, que para los antiguos mesopotámicos fue InANNA, para los hattis AriANNA, para los griegos AteANNA (mas tarde Atenea), para los celtas DANNA, para los romanos DiANNA y para los africanos NANNAn.